Llevaba ya un buen cuarto de hora con el teléfono en la oreja. De mi boca apenas podían salir un, "si, claro", "ya, ya", y a veces intentaba frenarlo con un, "pero mira...", que no daba pasado de ahí. No paraba de hablar, de contar una increíble anécdota, de preguntar y responderse a si mismo, de asombrarse, indignarse y lamentarse por los dos. Tan cansado estaba que pensé en buscar a alguien que siguiera por mi diciendo, "si, si", "claro", "ya, ya".
Yo creía que ya no le escuchaba cuando en mitad de una terrible experiencia le entiendo:
-...y son además unos maleducados, ¿sabes? es que no tienen nada de respeto porque no solo hablan en inglés entre ellos, delante de ti, si no que, es que no te lo vas a creer, les preguntas, despacito que ya sabes que soy muy considerado, y los muy cretinos te responden en inglés. ¡Es que no hay educación!
- Espera, espera. ¡Pero no te has dado cuenta de que estás en Londres! ¡LONDRES!
-Sii, ¿y qué? A ver si por la tontería esta de la flema y el té y que canten en ingles tienen que hacerlo todo en esa lengua del demonio. Que yo voy de buenas, que si no les quitaba la tontería de dos sopapos y dejaban de ser unos estirados y unos snobs...
-Claro, claro...
Mi rendición fue incondicional, si él quería que le entendiesen, le entenderían, porque muy listo no es, pero bruto, un rato. Solo me consolaba que además de bruto era buena persona, así que se apiadaría de esos pobres londinenses y no les haría aprender toda la extensa lengua de Cervantes.
-...bueno, te dejo que tengo que ir a clases, y estos estiraos son muy puntuales. Abur.
- Adiós fiera, pásalo bien.
A ver si por lo menos nos vuelve un poco más puntual.
lunes, 22 de febrero de 2010
lunes, 15 de febrero de 2010
Palabras
Las palabras expresan mucho más de lo que queremos decir. Esto es algo que se hace más agobiante cuando las usas en un medio permanente y público, con un texto que pretende ser inmortal e imperecedero gracias a la tecnología y al afán del hombre por atesorar conocimiento. Así unas veces nos dedicamos a buscar la expresión perfecta por su precisión y concreción mientras que en otras ocasiones tratamos de encontrar una etérea evocación de sensaciones o sentimientos.
Tanto lo primero como lo segundo resultan inútiles ante el exceso de información que poseen las palabras. Vértigo me da cada vez que busco la palabra precisa y miedo siento cuando leo, y releo, un texto donde hay sensaciones o sentimientos, por que nunca, siempre, quiero, odio, siento, o mucho y poco, son cajas llenas de información que siempre queremos entregar.
Así jugamos al escondite con las palabras, sin querer ser conscientes de que siempre nos ganarán. Buscamos el término que exprese la idea sin que se lleve mucho de nosotros con ella, de esta forma tratamos de evitar palabras que nos desnudarían inmediatamente, palabras que salen de nuestras bocas, o de nuestros dedos, cuando nos expresamos con el corazón y sin filtrar. Todos queremos dar una versión moderada de nuestra persona a los demás, por eso tememos a las palabras lanzadas a los demás en un momento de sinceridad, para acto seguido disculparnos, -lo dije sin pensar-. Y en esa realidad de ausencia de filtrado está su inmenso y peligroso valor, porque una vez dicho, o escrito, ahí quedan para siempre, abriendo una pequeña brecha en nuestra moderada y aceptable fachada.
Tanto lo primero como lo segundo resultan inútiles ante el exceso de información que poseen las palabras. Vértigo me da cada vez que busco la palabra precisa y miedo siento cuando leo, y releo, un texto donde hay sensaciones o sentimientos, por que nunca, siempre, quiero, odio, siento, o mucho y poco, son cajas llenas de información que siempre queremos entregar.
Así jugamos al escondite con las palabras, sin querer ser conscientes de que siempre nos ganarán. Buscamos el término que exprese la idea sin que se lleve mucho de nosotros con ella, de esta forma tratamos de evitar palabras que nos desnudarían inmediatamente, palabras que salen de nuestras bocas, o de nuestros dedos, cuando nos expresamos con el corazón y sin filtrar. Todos queremos dar una versión moderada de nuestra persona a los demás, por eso tememos a las palabras lanzadas a los demás en un momento de sinceridad, para acto seguido disculparnos, -lo dije sin pensar-. Y en esa realidad de ausencia de filtrado está su inmenso y peligroso valor, porque una vez dicho, o escrito, ahí quedan para siempre, abriendo una pequeña brecha en nuestra moderada y aceptable fachada.
lunes, 8 de febrero de 2010
Contraseñas
Una de mis obligaciones es la de administrar una serie de equipos informáticos, unos de sobremesa y otros portátiles repartidos por aulas, aula 1, aula portátiles, etc. Entre las poco agradecidas tareas de instalar, actualizar y desparasitar está también la de crear, mantener y vigilar a los usuarios. Como mi trabajo consiste en dar cursos, los usuarios que creamos en estos ordenadores con Windows solo duran una semana más que los cursos, con lo que constantemente estamos creando y eliminando usuarios. Además con el constante paso de nuevos usuarios, personas, nos obliga a cambiar con cierta frecuencia las claves de administración de los equipos.
Había una serie de equipos portátiles que habían vuelto después de pasearse por Galicia durante una buena temporada, por los que me tocaba hacerles una revisión. Para este tipo de tareas usamos el usuario administrador, que siempre tenemos con contraseña, y desde el que podemos realizar todas las tareas necesarias. Así que me dispuse a pasar una entretenida tarde de revisión de equipos. Lo primero que hago es encender uno, el que tenía más a mano, e introducirle la contraseña de administrador. Me dice que me he equivocado, cosas que pasan cuando uno escribe con prisas, así que me veo obligado a intentarlo de nuevo, consiguiendo el mismo resultado, la tercera vez, y otra vez la negativa es la respuesta obtenida. Como tenía donde escoger, lo intenté con otro, quedándome igual, bueno, igual no, cada vez más tenso y cercano a la ira. Con el tercero pasa lo mismo y con un cuarto también. Llegado ese punto mi mirada incendiaba a cualquier infeliz que se cruzaba conmigo y mis pensamientos, de muerte y destrucción, eran perfectamente audibles por todo el mundo.
Me dirigí al aula donde se encontraba Oscar, compañero de penurias y co-administrador de los equipos, que al verme cruzar la puerta se agachó ágilmente evitando mi flamígera y letal mirada, claro está que mis terribles gritos exigiendo la lenta y espeluznante tortura de quien había osado alterar el usuario sagrado Administrador le alertaron de sobra. Allí, al borde de la desintegración por ira, le conté lo que le haría al insensato que nos había cambiado las claves de Administrador. Él, tranquilo, sacó el CD revientaclaves del estuche de emergencias y nos dirigimos hacia los equipos díscolos.
Ellos nos miraban desafiantes, pero nosotros teníamos la herramienta definitiva. Introdujimos el CD, arrancamos la máquina y esperamos a que nos diera la clave de cada usuario. Mientras Linux y sus maléficas herramientas trabajaban, yo seguí enumerando los poco delicados epitetos que le dedicaba al desdichado que había cambiado la clave y describía las torturas a las que le sometería.
Por fin acabó Linux su trabajo y emitió su veredicto. Usuario: Administrador, Clave: peliqueiro.
Oscar me miró mientras yo callaba, solo por un instante para volver a acordarme del que cambió la clave. -¡Seré idiota! La cambié antes de que se fueran y me olvidé anotarlo.
Oscar guardo silencio, extrajo el CD de la máquina y se marcho con una sospechosa sonrisa.
Había una serie de equipos portátiles que habían vuelto después de pasearse por Galicia durante una buena temporada, por los que me tocaba hacerles una revisión. Para este tipo de tareas usamos el usuario administrador, que siempre tenemos con contraseña, y desde el que podemos realizar todas las tareas necesarias. Así que me dispuse a pasar una entretenida tarde de revisión de equipos. Lo primero que hago es encender uno, el que tenía más a mano, e introducirle la contraseña de administrador. Me dice que me he equivocado, cosas que pasan cuando uno escribe con prisas, así que me veo obligado a intentarlo de nuevo, consiguiendo el mismo resultado, la tercera vez, y otra vez la negativa es la respuesta obtenida. Como tenía donde escoger, lo intenté con otro, quedándome igual, bueno, igual no, cada vez más tenso y cercano a la ira. Con el tercero pasa lo mismo y con un cuarto también. Llegado ese punto mi mirada incendiaba a cualquier infeliz que se cruzaba conmigo y mis pensamientos, de muerte y destrucción, eran perfectamente audibles por todo el mundo.
Me dirigí al aula donde se encontraba Oscar, compañero de penurias y co-administrador de los equipos, que al verme cruzar la puerta se agachó ágilmente evitando mi flamígera y letal mirada, claro está que mis terribles gritos exigiendo la lenta y espeluznante tortura de quien había osado alterar el usuario sagrado Administrador le alertaron de sobra. Allí, al borde de la desintegración por ira, le conté lo que le haría al insensato que nos había cambiado las claves de Administrador. Él, tranquilo, sacó el CD revientaclaves del estuche de emergencias y nos dirigimos hacia los equipos díscolos.
Ellos nos miraban desafiantes, pero nosotros teníamos la herramienta definitiva. Introdujimos el CD, arrancamos la máquina y esperamos a que nos diera la clave de cada usuario. Mientras Linux y sus maléficas herramientas trabajaban, yo seguí enumerando los poco delicados epitetos que le dedicaba al desdichado que había cambiado la clave y describía las torturas a las que le sometería.
Por fin acabó Linux su trabajo y emitió su veredicto. Usuario: Administrador, Clave: peliqueiro.
Oscar me miró mientras yo callaba, solo por un instante para volver a acordarme del que cambió la clave. -¡Seré idiota! La cambié antes de que se fueran y me olvidé anotarlo.
Oscar guardo silencio, extrajo el CD de la máquina y se marcho con una sospechosa sonrisa.
lunes, 1 de febrero de 2010
Ya van siete
Hoy hace... esperad, tres a diez, o era diez a tres, entonces van cinco y debo una, no, dos, esperad, a ver, entonces tiene que ser seis, no siete, eso, siete, son siete.
Hoy hace siete años que me he casado. Siete años que han pasado como un suspiro, lo cual debe ser porque soy feliz o porque tengo mala memoria. Siete años que no pesan, ni dan vértigo, siete años que no me parecen más que un preludio y de los que tengo más recuerdo buenos que malos, siete años que espero que se conviertan en setenta.
Dicen que uno es feliz cuando no se plantea si es feliz o no. Con lo que tengo claro que a su lado soy feliz. Eso o es que soy capaz de no pensar en nada, con lo que también se puede decir que soy feliz.
Si es que siete años a su lado no son nada.
Hoy hace siete años que me he casado. Siete años que han pasado como un suspiro, lo cual debe ser porque soy feliz o porque tengo mala memoria. Siete años que no pesan, ni dan vértigo, siete años que no me parecen más que un preludio y de los que tengo más recuerdo buenos que malos, siete años que espero que se conviertan en setenta.
Dicen que uno es feliz cuando no se plantea si es feliz o no. Con lo que tengo claro que a su lado soy feliz. Eso o es que soy capaz de no pensar en nada, con lo que también se puede decir que soy feliz.
Si es que siete años a su lado no son nada.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)