Llamadme aprensivo, blandengue, rarito, o directamente enfermo mental, pero cuando me encuentro delante de un plato con un pescado entero, cualquiera, noto como se está acordando de mí por muy frito, asado o braseado que esté.
Alguno ha llegado a girarse hacia mi, mirarme y acusarme de genocida. ¡A mi! que me preocupo de que se compre pescado de piscifactoría, que les doy las gracias por su sacrificio en cada comida, que evito tirar, o abusar, de la comida. Pero ellos, egoístamente, me acusas de asesino y criminal, como si en el caso contrario, si yo estuviese en el plato y ellos con la servilleta al cuello y tenedor y cuchillo en cada aleta, no estarían relamiendose ante tan suculento manjar.
Los más rencorosos son los de río, vamos las truchas, que son capaces de amargarte cualquier comida, -¡ojalá te atragantes con una espina!-, -me pescaron con anzuelo, ¿¡a ver si lo encuentras!?-, o la más hiriente, -¡ya verás que diarrea te voy a provocar!-. Así no hay quien coma.
La última vez que comí ostras, nunca más, las podía oír a coro, -¡Vingansa!-, no entendía, además de que como no tenían ojos no sabía si me lo decían a mi o era una discusión entre ellas, pero a medida que las iba comiendo podía oír, -¡adiós, adiós, no caerás en vano!...-, -¡animo! dale donde más le duela...-. Y vaya si lo hicieron, me pasé tres días en el infierno y una semana en el purgatorio. Ahora cuando veo ostras, estas se cachondean de mí, -¡Cómeme a mi, cómeme!-. Las muy cabritas saben que no voy a atreverme, pero si me atrevo a echarles limón, ¡toma!, es mi pequeña venganza.
Por suerte una lechuga, una manzana, o una hamburguesa no tienen estas locuaces tendencias, se dejan comer sin soltar palabra, de momento...
Nos leemos...
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