jueves, 18 de junio de 2020

Tito

Al cerrar la puerta de casa y entrar en mi blanco y pulcro mundo esperaba dejar atrás la “dolorosa angustia opresiva” de la que tanto me gustaba hablarle a mi psicólogo. Coloqué con algo de prisa las cosas en su sitio. La chaqueta en el perchero, el paraguas en el paragüero y los zapatos en el zapatero de la entrada. Quedaba dejar el móvil en su base de carga pero estaba algo despistado y fui la cocina a coger de la nevera un vaso de zumo de naranja.

Después de un buen trago de esa ambrosía me sentí un poco más centrado. Me di cuenta de que aún tenía el teléfono encima. Fui al salón y lo dejé en su sitio. Me senté en el sofá y cogí un posavasos del cajón de la mesita. No pensaba soltar el vaso de zumo hasta terminarlo pero así no cometería el horror de posarlo sobre la mesa sin protegerla.

–Menuda mierda de día –pensé. Que fuera gris y amenazara con llover, sin llegar a hacerlo, era pasable. Que en la oficina Maite y Juan Luis solo se dedicaran a hacerse ojitos y todos sus textos tuvieran que ser corregidos, una y otra vez, por este servidor, soportable. Que en la comida solo hubiera platos abominables y nauseabundos, irritante. Pero que en el viaje de ida le diese a la voz del coche por cantar rancheras absurdas y a la vuelta por contarme, y criticar de forma cruel, el capitulo de esta noche de “Amor a medianoche”, imperdonable. Odio cuando mis alucinaciones me destripan una película o una serie. Además, a la voz de mi coche le gusta contármelas el día que voy a verlas, así no puedo olvidarlo. Vale que todo está en mi cabeza, perezco mi anterior psicoterapeuta, pero además de saberlo antes de que las vea sus críticas son racionales y acertadas. Acidas y crueles, pero certeras.

Estaba yo torturándome con estas reflexiones cuando vi algo en uno de los pequeños balcones que dan a la calle. Empecé a quejarme de lo absurdo que es hacer dos balcones en los que ni se cabe de pie cuando volví a ver como se movía algo bajo y pardo. Me levanté con todos mis sentidos activados. Estaba dispuesto a, una vez descubierta cual era esta nueva amenaza, huir a toda velocidad para encerrarme en el baño, o incluso, abandonar la casa.

Como no lo veía con claridad, y me gusta saber de que huyo, me acerqué un poco. Un gato grande, incluso gordo, con el pelaje en varios tonos de amarillo en el lomo y blanco en media cara y las patas se acababa de girar para mirarme. Su mirada no demostraba miedo alguno, claro que para mi los gatos son un buen ejemplo de falta de expresividad.

Me relajé. Cogí aire y le abrí la puerta para que entrara si quería. Él dio las gracias con un maullido largo y se adentró en el salón con decisión. Era el gato de una de las vecinas, la del 5A, dos pisos por encima del mío. Se llama Bomboncito. Lo se porque cada vez que escapa el felino, la buena señora recorre el edificio llamándolo con voz muy aguda, –Bomboncito ven con mamaita. Ven que te tengo tu latita de bueicito estofadito.

El gato se tumbó en la alfombra al lado del sofá. En ese momento me di cuenta del tremendo error que era de dejarlo entrar. En cuanto se lo llevasen tendría que aspirar y desinfectar todo lo que ese monstruo había tocado. –El día va a peor. Increíble pero cierto. –Dije en voz alta. El gato me miró con los ojos muy abiertos, como si nunca hubiese oído una voz que no fuese aguda o super aguda, para después entornarlos y hacer lo que mejor saben hacer, ignorar al patético humano que tiene el descaro de estar en su presencia.

Cogí el teléfono para buscar el número de su dueña. Mire al minino y le dije –a ver si está tu jefa y te lleva antes de que se te ocurra alguna maldad. –Intenté hacer memoria de como había guardado el número en la agenda del móvil.

–Tio, enrollate y espera un rato que necesito un descanso de esa loca. –Dijo una voz grave, bien modulada. Una voz que me evocó a un gran locutor radiofónico. Era la primera vez que oía algo en mi propia casa. Además mis alucinaciones suelen avisar con una fanfarria o al menos unos acordes de violín. Miré hacia el gato.

–¿Perdón?

A lo que me respondió, –vamos hombre, deja el teléfono y dame un respiro. Te prometo no romper ni arañar nada, que soy un gato educado.

Dejé el móvil en su base con un suspiro y me senté en el sofá a poco más de un metro del gato. Acabé el zumo de un trago. Busque que decir pero él fue más rápido.

–Gracias. Mi nombre es Tito, nada de Bomboncito por favor.

–Hola, yo soy Federico, Fede para los amigos. 

No tengo facilidad para charlar con desconocidos. Yo no sabía que decir y el gato no daba muestras de molestarle el silencio. Pensé en ofrecerle algo, pero no sabía que. Miré para él. Estaba tumbado mirando hacia el balcón por donde había entrado. Movía la cola de izquierda a derecha con una cadencia suave y algo hipnótica. De repente giró la cabeza hacia mi con los ojos muy abiertos.

–¡Ay! ¡Qué susto!– Solté con un medio grito. Tito se rio muy bajito. Su cara apenas cambió, pero noté algo de humanidad en ella.

–Venga hombre, relajate. Pareces el perro del sexto, siempre a mil por hora, siempre alerta.

–Ya… –iba a decir que era la primera vez que charlaba con un gato, pero no estaba seguro del todo. –Es que he tenido mal día.

–No eres el único. Hoy la loca de mi compañera de piso no ha ido a trabajar por la mañana y ha pasado la aspiradora, ha puesto la lavadora, el lavavajillas y menos mal que no la ha dado tiempo, porque tenía intención de darme un baño.

–De locos. –Acerté a decir.

–Sí. Y tu te preguntarás porque no le doy la chapa a ella, o un buen susto al menos…

–Pues la verdad… estaría bien, sobre todo lo del susto. Un salud después de un estornudo sería un buen comienzo.

–Ya lo pensé. Pero la muy obtusa solo oye maullidos.

Levanté las cejas. No sabía como hacer la pregunta, ¿y yo?

Tito me miró de lado.

–Que fáciles sois los humanos. Más que los chuchos, que ya es decir.

Pero no respondió a mi pregunta, que por otro lado no había formulado. Tito estaba resultando todo lo altivo que esperaba de un gato de piso.

–Ya te dije que no tengo un buen día.

–Pues cuenta, que seguro que lo tuyo es más interesante que las chorradas que me cuenta la loca.

Estoy acostumbrado a que me hagan hablar de mi vida y he llegado a saber callarme lo más inconveniente. Pero un gato no es un psicólogo. Le conté la perrada que me hizo al voz de mi coche. Lo de la chica traslucida que me ayuda a estacionar en el aparcamiento del trabajo. Lo de la pared que puedo atravesar o el pánico que tengo a los pingüinos de dos metros que se pasan el día parloteando al lado de las máquinas de café y comida.

El miraba y de vez en cuando preguntaba o comentaba algo. Con el tiempo pasó de altivo a comprensivo. El hablar de mis alucinaciones con un gato resultó más fácil que con una persona. Puede que como no estaba anotando en un cuaderno una lista interminable de psicopatías y trastornos mentales ayudase a sentirme más seguro.

Al cabo de una hora y media no tenía más que decir. Estaba relajado. Tito esperó un poco antes de decir –Fede, todo tu problema es que te preocupas demasiado.

–¿Cómo?

–Sí. ¿Qué más da que tu coche hable o que no todas las paredes sean sólidas para ti? ¿Qué más da que estés loco o que seas especial?

Intenté interrumpirlo pero apenas me salio algo parecido a un gruñido lastimero. El siguió hablando.

–Aceptalo. Es tu realidad, aunque solo sea la tuya. Un espectro te ayuda a aparcar, le das las gracias. Te cruzas con unos pingüinos parlanchines de dos metros, les saludas al cruzarte con ellos. A la voz de coche, dale conversación que seguro que está muy aburrido y lo agradece. Asúmelo y vive con todo ello.

Puse cara de querer protestar pero no atreverme a decir nada. Era una actitud infantil, pero empezaba a sentirme como un niño al que reprendían. Por fin dije, –mientras no me suban la dosis de…

–A los malditos loquero ni palabra y punto. Tu vive tu vida y que no se metan en tus historias. Diles que todo estupendo y que cada día estás más afianzado en la realidad y que les den.

–No pierdo nada… creo.

Tito siguió acordándose de forma poco amable de todos los ascendientes de los psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas, sanadores espirituales y electricistas. A estos últimos no me quedó muy claro porque los incluía. Como él me dejó desahogarme, yo no le interrumpí. Además me estaba divirtiendo bastante.

Sonó el timbre de la puerta. Me excuse y fui a abrirla. Era la compañera de piso de Tito, tuve que hacer un esfuerzo para no llamarla loca como hace él. Balbuceé un “estaba buscando tu teléfono” cuando el gato pasó a nuestro lado, –¡Hasta otra Fede! –y comenzó a subir las escaleras.

–Abur Tito. –Dije mientras la vecina marchaba detrás del felino y me daba las gracias ya sin mirarme.

Cuando volvía al salón casi era hora de “Amor a medianoche”. Me dispuse a comprobar si mi coche tenía razón con este capitulo y si tal, lo discutiríamos mañana de camino al trabajo.

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