La primera vez que vi al demonio de la A-52 fue en enero de hace dos años, volvía a casa pasadas las once de una oscura noche más, con algo de lluvia y mucho frío. Viajaba casi solo, de vez en cuando pasaban unas luces en sentido contrario y llevaba un buen rato sin adelantar, o ser adelantado, por nadie. El iPod empezaba a reproducir Sympaty for the Devil, en la versión de los Guns&Roses, cuando me alcanzó repentinamente un coche con unas luces muy brillantes y con el motor más ruidoso que nunca había oído.
Dentro de mi coche parecía de día, pero apenas veía poco más allá del morro, lo que en vez de ponerme nervioso o atemorizarme consiguió enfadarme. Empecé en la intimidad de mi coche, o lo que es lo mismo, vehículo automóvil de tamaño pequeño o mediano, destinado al transporte de personas y con capacidad no superior a nueve plazas, con la tranquilidad de una autovía, es decir, carretera con calzadas separadas para los dos sentidos de la circulación, cuyas entradas y salidas no se someten a las exigencias de seguridad de las autopistas, vacía, hasta que, en el momento que ya me estaba acordando de la parentela más lejana del conductor, un aullido ensordecedor me enmudeció.
Sentí miedo. Toda la rabia que había empleado en repasar las características físicas, intelectuales y morales del conductor de ese infernal coche y de su familia, se había convertido en oscuridad y congoja, que se puede definir como desmayo, fatiga, angustia y aflicción del ánimo. Si alguien os dice que realmente sabe lo que es cagarse de miedo, y esto no lo voy a definir, no os riáis de él, seguramente dice la verdad, literalmente.
Cuando se acabó la canción, minutos que me parecieron horas, un rugido de motor y un larguísimo aullido anunciaron la rauda marcha del demonio de la A-52. Mientras me adelantaba pude ver de reojo, porque estaba paralizado mirando al frente y con las dos manos firmemente asidas al volante, a un perro, un deforme y sarnoso can de palleiro poseído por el espíritu maldito de un rencoroso y codicioso abogado que se suicidó en esa misma carretera después de ser abandonado el mismo día de su boda. Tenía la cabeza fuera del coche, la sacaba por el hueco que de la ventanilla del demoniaco seiscientos. Sus llameantes ojos rojos y su larga lengua brillaban en la oscuridad de una forma obscena y terrorífica.
Cuando se alejó en la oscuridad, mientras aún se podían ver las llamaradas que salían del tubo de escape, sentí que la sangre volvía a circular, que había superado una experiencia que no quería tener repetir nunca más, pero como he dicho, esa fue la primera vez que me encontré con el demonio de la A-52.
¡¡Buenísimo!!, casi me muero de miedo pero me encantó.
ResponderEliminar¿Y dices que esa fue la primera vez que...? Buff
Besos.
Si esa fué la primera vez..... es que ha habido más. Intrigante ,como poco. Espero al relato de la siguiente ¿no?.
ResponderEliminarGrande Carlos, cojonudo. Ansío más sustos...
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