Esa cabeza de ahí es mía, dije entre una pota de cobre y una linterna sumergible mientras mi cuerpo, en frente de mi, me señalaba. El pingüino ajustó sus gafas y dejó escapar una densa nube de su pico mientras sacaba un puro corto y grueso del mismo. Me miró, tanto a mi cuerpo como a mi cabeza. No parecía muy dispuesto a hacerme mucho caso, así que volví a insistir, - perdone usted, no se si se habrá dado cuenta de que ese cuerpo que tiene delante es mío, y me gustaría juntarme con él.
Me pareció muy digno y correcto, pero la mirada del pingüino fue demoledora, me sentí como un perro que había meado en la alfombra persa y lo habían pillado. Me sentí encoger ante ese enorme bicho blanco y negro que usaba gafas y fumaba un pestilente puro.
- Entonces, que haces ahí escondido entre mis cosas.
Me sentí idiota. Mientras me marchaba con mi cabeza bien puesta sobre los hombros sentía las miradas clavándose en mi espalda de todos los comerciantes de zoco. Pensé en volver a meter mi cabeza debajo del brazo y poder sonrojarme libremente.
Unos polluelos de pingüino me rodearon y empezaron a piar como locos, pensé en echar a correr, pero preferí arrojarles unos arenques caramelizados y esperar que con eso se contentasen. Una pingüina que atendía un puesto de lamparas mágicas me gritó, - ¡No malcríe a los chiquillos, que después no habrá quien les haga cenar las sardinas sin que protesten!
Los polluelos callaron de repente y miraron a la pingüina, al unísono me miraron a mí y empezaron a volar convertidos en gorriones. De la vergüenza empecé a encogerme y acabé siendo un caracol de dos cabezas del tamaño de un gato. La pingüina se me acercó y me dio un coscorrón en una de las cabezas.
Del golpe me desperté con un fuerte dolor de cabeza y tremendamente avergonzado.
Nos leemos...
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