Me pase toda la vida huyendo de las piscinas, los ríos y el mar. Todos creían que tenía fobia al agua, cosa que aproveche para no dar explicaciones. Y el caso es que me encanta bañarme y nadar. A nadie le conté el porque de mi negativa a sumergirme en una masa de agua mayor de una bañera.
Hasta los trece años fui un crío normal. Flacucho, distraído, tímido y nada amante de la actividad física. Lo único que disfrutaba y se podía considerar deporte, era nadar. En cuanto me zambullía en la piscina municipal, de siete calles y 25 metros, era feliz. Me daba igual si nadaba siguiendo las órdenes del monitor o lo hacía por mi cuenta. Nadar era maravilloso.