lunes, 13 de julio de 2020

Agua

     Me pase toda la vida huyendo de las piscinas, los ríos y el mar. Todos creían que tenía fobia al agua, cosa que aproveche para no dar explicaciones. Y el caso es que me encanta bañarme y nadar. A nadie le conté el porque de mi negativa a sumergirme en una masa de agua mayor de una bañera.

     Hasta los trece años fui un crío normal. Flacucho, distraído, tímido y nada amante de la actividad física. Lo único que disfrutaba y se podía considerar deporte, era nadar. En cuanto me zambullía en la piscina municipal, de siete calles y 25 metros, era feliz. Me daba igual si nadaba siguiendo las órdenes del monitor o lo hacía por mi cuenta. Nadar era maravilloso.

     Llegó la época en la que empecé a ver cosas raras. Primero fue por la calle. Cosas que sabía que no estaban ahí, que no eran de este mundo. Un grupo de árboles del parque que cantaban como un coro de gregoriano. Un hombre‑perro, galgo para más señas, que vestía elegantemente y siempre estaba en una parada de autobús. Dos nubes con cara que discutían casi siempre.

     Al principio no dije nada y hasta me parecía divertido. No me sentía amenazado. Tenía claro que no eran reales. Creía que no eran más que sueños que se escapaban de mi habitación y se paseaban de día por mi mundo. Consideraba que no tenía más relación con todo eso que el poder verlo y en algunos casos, también oírlo. No me planteaba que fueran a afectar a mi vida diaria. Sabía que eran cosas que no podía comentar con nadie. Me quedó muy claro que hablar del dibujo del león que se paseaba por las paredes de la casa con mis padres solo se podía hacer una vez. Y suerte que tuve de darme cuenta, si no hubiera acabado mucho antes en el psiquiatra.

     Todo era normal, según mi optimista visión. Hasta cierto martes de piscina. Yo estaba feliz como una perdiz, como diría mi abuela. En el grupo de natación de trece años estábamos cinco niños y cuatro niñas. No competíamos más que en los campeonatos escolares pero nos sentíamos como nadadores profesionales.

     Llevaba algo más de un cuarto de hora recorriendo de ida y vuelta los 25 metros de la piscina, con un estilo impecable por cierto, cuando sentí un escalofrío. Di la brazada que me faltaba para llegar al final de la piscina y ejecuté un elegante giro para dar la vuelta. Me quedé petrificado. En la mitad de la piscina no había nada. A poco más de diez metros había una oscuridad total. Saque la cabeza del agua y el panorama era normal. Todo estaba en su sitio. La piscina de agua clara y azulada llegaba hasta donde debía llegar, no faltaba ninguna luz y estábamos los mismos que la última vez que había levantado la cabeza. Me sumergí y otra vez solo podía ver hasta la mitad de la piscina. Observé como Nicolas, tan buen amigo como mal nadador, desaparecía en la negrura. El miedo casi me paraliza y empecé a ahogarme. Saque la cabeza del agua y comprobé que todo era normal. Nico nadaba ya de vuelta con su estilo de león marino malherido.

     –Fedeee... ¡Muévete! –aulló el monitor desde el otro lado de la piscina.

     Sin dudarlo empecé a nadar directo a la gran oscuridad. Intentaba no pensar en nada, cosa fácil a esa edad pero no en ese momento. Pensaba que me estrellaría contra un muro, o que caería por una cascada, o que entraría en la boca de una ballena devoradora de incautos como yo. El miedo hacía que fuera todo lo rápido que podía. Miraba al suelo de piscina evitando mirar la oscuridad que tenía delante y que solo veía debajo del agua.

     Atravesé la barrera oscura casi sin darme cuenta. El agua estaba más caliente y había menos luz. Estaba en mitad de una masa de agua que me rodeaba por completo y no llegaba a ver fin alguno. El pánico se apoderó de mi. Solté todo el aire que tenía en los pulmones e intenté alcanzar una superficie que no sabía hacia donde estaba. Me ahogaba y no sabía que hacer. El instinto me obligó a intentar llenar los pulmones. Y lo hice. Debería acabar de ahogarme pero no fue así. Respiré en esa agua oscura y caliente. La sensación fue similar a la que sentí más adelante cuando me llevaron a una sauna. Me costaba trabajo llenar y vaciar mi pecho y sentía que había poco oxígeno en cada bocanada.

     Una vez solucionado el problema de morir asfixiado empecé a preocuparme por donde estaba. Flotaba en un mar, era salado, con una sensación de ingravidez que me impedía saber donde estaba la superficie. Si hubiera estado más tranquilo cuando expulsé el aire de mis pulmones sabría hacia donde se habían dirigido las burbujas. Pero no creo que se me pudiese pedir más con trece años, ni ahora. No se el tiempo que estuve buscando hacia donde ir. Todo parecía igual y cuando avanzaba en una dirección tenía la sensación de ir en sentido contrario a la salvación, con lo que daba la vuelta y empezaba a nadar en otra dirección. El pánico me tenía dominado.

     En uno de los infinitos cambios de dirección vi de pasada una luz. No se como ni porque, pero me serené. Dejé de agitarme como un trucha fuera del agua y con calma busqué ese punto de claridad. Era como si a lo lejos estuviese la superficie o como un rayo del sol que encuentra una grieta entre un cielo cubierto de oscuras nubes de tormenta. No lo dudé. Con todas mis fuerzas nadé hacia una luz que crecía y se acercaba más rápido de lo que yo me dirigía a ella. Hasta que me di cuenta de que la luz no era la superficie o el camino a casa. A la luz le seguía algo grande, a cada segundo que pasaba me daba la sensación de ser cada vez mayor, de ser enorme de verdad. Cuando paré fui consciente del ruido que producía y que crecía. No podía ver más que una luz intensa rodeada de oscuridad que se acercaba hacia mi haciendo el mismo ruido que el chorro de grifo pero mucho más intenso y grave.

     Dejé de pensar. No pude imaginar que pasaría en cuanto me alcanzase. El miedo se convertía en dolor y este en parálisis. Solo me quedó gritar, gritar con todas mis fuerzas aunque nadie pudiese oírme. Grité a pesar de que no podía oír mi propio grito. Todo era ya ruido sordo y luz cegadora.

     Todo se acabó con un escalofrío y alguien diciendo mi nombre. Estaba en mitad de la piscina nadando desde el punto donde estaba el muro oscuro. No se como pude seguir hasta el final. No se como salí, pero se que salí del agua tan rápido como pude y me fui al vestuario sin hablar con nadie. Me vestí sin ducharme o secarme siquiera. El monitor vino a ver que me pasaba. No se que  me dijo, ni que le respondí.

     Esa fue la última vez que fui a nadar. Deje de hacerlo. No podía dejar de recordar la oscuridad y con más terror, la luz y el ruido. Desde ese momento sentí que lo que podía ver y oír no era tan inocente o inofensivo. Las nubes que discuten ya no son divertidas y cuando el hombre‑perro se quedaba mirándome sentía escalofríos.

     Lo peor, con el paso del tiempo, fue que cada vez que estaba cerca de un río, lago, piscina o masa de agua de cierta consideración, sentía como me llamaba la voz que oí al volver. Me llama con insistencia. Es una voz dulce y cautivadora que me reclama y que si no me alejo conseguiría que me lanzase al agua sin poder remediarlo. Y eso no estoy dispuesto a hacerlo ni en la peor de mis pesadillas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario