lunes, 29 de junio de 2020

Clara

Uno

     Como todas las mañanas, esperaba flotando en la segunda plante del garaje a que el hombre que me puede ver llegase en su pequeño coche. Lo esperaba allí porque siempre que he intentado seguirlo, fuera del aparcamiento de ese edificio de oficinas, ha surgido una densa niebla que me cegaba y de inmediato volvía a aparecer en la planta -4 del maldito garaje.

     Si él no está cerca puedo moverme por el edificio. De día es muy entretenido y estoy enganchada a los chismorreos de la tercera planta. De noche me muevo por todas las oficinas y me distraigo observando los cambios de los distintos espacios. Por suerte puedo atravesar casi cualquier pared, menos las que me llevarían fuera y las de algunas habitaciones. También reluzco, así que soy mi propia fuente de luz. Cuando estoy más animada resplandezco con gran intensidad.

     Así que allí estaba yo, esperando oír el rugido lastimoso y afónico de su coche. Llegó tan puntual y reconocible como todos los días. Al acabar el giro de la rampa de bajada a la planta -2 me miró. Como todos los días, le hice señas indicándole la plaza libre más cercana a los ascensores. Lo que siempre ocurre es que disimula que me ve, aparca en cualquier lugar distinto al que le señalo y se marcha en silencio con la mirada fija en el suelo. Pero hoy no.

     Primero me saludó con la mano y después me siguió hasta una estupenda plaza a la que le tenía echado el ojo. Cuando terminó de maniobrar y dio por aparcado el coche yo ya estaba esperándole al lado del acceso a los ascensores. Que me hubiese saludado era todo un logro y no contaba con ningún avance más por hoy. Con eso me sentía más que satisfecha. Pero cuando llegó a mi altura volvió a levantar la mano y me habló.

–Gracias –dijo con una sonrisa mirándome a la cara.

     Estaba asombrada hasta la parálisis total. Debí levitar una cuarta más y noté como aumentaba la intensidad de mi brillo. Extasiada me encontraba.

–Un placer –acerté a decir cuando él ya había pasado la puerta. Pude oírle decir –hasta luego chica del parking.

     Quise decirle que me llamaba Clara, que él era la única persona que podía verme y preguntarle si sabía como ayudarme. Pero todo esto tenía que quedar para más tarde.

     Ahora estoy dando vueltas por mi animado edificio de oficinas. Esperando a que llega la hora de volver a casa de mi nuevo amigo. Mientras, seguiré los chismorreos de la zona de descanso de la tercera planta. A ver si Marisa ya se ha decidido a llevar al ex de su hermana y actual novio secreto, a la boda de su primo Antonio. Así hará saber a sus padres, hermana y demás parientes metomentodo que están juntos. Como insiste Julita, tendrá que dejar claro que no fue ella la que se interpuso en la pareja, que la culpa de fue de Carmen, la hermana, por indecisa y algo loca. Como dice Fernando, que quieras mucho a tu hermana no quiere decir que no puedas decir la verdad, Carmen es rarita de narices, tan pronto lo quería con locura como se veía con alguno de los ex, el dueño del gimnasio o el camarero del pub. Yo de todo esto sacaba un libreto fantástico para una ópera maravillosa.

     Entre los nervios por volver a ver al chico que me ve y lo interesante que se están poniendo las charlas de la tercera estoy que deslumbro, si me pudieran ver, claro.

Dos

     Para ser miércoles estaba siendo un día muy interesante. Me sentía despejado y tremendamente positivo. No podía atribuirlo a que había dejado la medicación, lo había decidido ayer por la noche. Creía que era gracias a la decisión de aceptar la realidad que me rodeaba, por singular y esquizofrénica que a los demás les pudiese parecer. Por fin estaba siendo consciente del increíble y precioso mundo, o mejor dicho, mundos, que me rodeaban.

     Una de las cosas que me tenía muy alterado era la chica del aparcamiento. Una traslucida muchacha pálida, con una especie de vestido rosa que flotaba y brillaba en el aparcamiento del edificio donde trabajaba. Llevaba viéndola tres años y sentía que me acosaba. Todos los días me hacía señas para indicarme una plaza libre y cuando salía de trabajar me esperaba y me saludaba mientras me marchaba. Era una especie de gorrilla siniestra. Nunca la seguí pues temía el momento de bajar del coche y que ella me exigiese una moneda de oro. Soñaba con que era una especie de Caronte rebajada a aparcacoches. El paso por el garaje era para mi una experiencia casi agónica que se repetía dos veces al día.

     El nuevo Federico estaba dispuesto a darle una oportunidad a cuanto espectro, aparición, visión o ilusión se le presentase. Eso sí, con discreción. Una cosa es charlar con la cabeza flotante de un elefante y otra hacerlo a la vista de todos los compañeros de la oficina. Que ni el nuevo ni el viejo Fede querían volver a ser internados y drogados hasta las cejas.

     Lo que descubrí esa mañana era que a parte de ver al espectro del aparcamiento, también podía oírla. Así como ella a mi. Apenas cruzamos un saludo y ella parecía tan asombrada como lo estaría el viejo Fede. No quise forzar la situación y seguí mi camino, como si hubiese saludado a la compañera de trabajo que tiene la mesa más cercana a los ascensores o me hubiese cruzado con una de las cotillas del despacho de abogados del tercer piso. Me sentí como el firme y audaz protagonista de una película del triangulo de la Bermudas. Al empezar a disfrutar de la idea, el intrépido profesor Fede, recordé que no conocía ninguna película decente sobre el tema.

     El día pasó bastante rápido y animado. Menos a la hora de la comida. Maite insistió en que fuéramos a comer a un restaurante oriental biológico‑ético‑económico especializado en sushi responsable. Un desastre para mi paladar y mi regularidad intestinal. Un pequeño sacrificio endulzado por el simpático espectáculo que me dio una especie de oso de peluche de dos metros de alto y cuatro brazos que intentaba imitar al cocinero, a un estresado camarero y a un comensal que no paraba de hablar por teléfono. La visión no evitó que tuviera que comer un nigiri de salmón vegano pero consiguió que sonriera mientras lograba tragarlo.

     A medida que nos acercábamos a la hora de salir notaba como mi excitación crecía. Parecía un perro al que le llega la hora de paseo. Ver la hora era como si le enseñasen su pelotita favorita de mi yo perruno. Por fin llegó la hora de cerrar la sesión del ordenador. En cuanto dan las seis y media de la tarde las de contabilidad ya están llamando al ascensor. Yo no suelo tomármelo con calma; ya he aprendido que mi trabajo es paciente, me espera de un día para otro; pero hoy no tenía ninguna prisa. Quería llegar al garaje sin la presión de tener a gente que pudiera verme hablando con una columna.

     Salí con el último grupo y dejé que los demás fuesen con prisa a sus coches. Incluso me paré a comprar una barrita de cereales con miel para asegurarme de que el resto ya se habían marchado.

     Cuando llegué al aparcamiento busqué a la chica flotante. No había nadie en la planta y mi coche era uno de pocos que quedaban allí. La semana anterior estaría desesperado ante la posibilidad de que el espectro me acorralase en ese terrorífico escenario. Las luces se apagarían al acercarme al coche y una voz femenina y tétrica me llamaría. Haría cada vez más frío y yo intentaría abrir la puerta del coche antes de gritar y desaparecer para siempre. Pero ya no. Eso eran pesadillas del viejo Federico. En ese momento pensé que había tardado demasiado en salir. Esperé unos segundo mientras mordisqueaba la barrita. –A lo mejor he roto el hechizo al hablarle –pensé. Me fui a mi coche y cuando estaba a punto de meter la llave en la cerradura de la puerta oí una voz aguda y algo infantil a mi lado.

–Hola.

     Del susto tiré las llaves que acabaron debajo del coche. Mi viejo yo seguía dentro de mi con sus absurdos terrores. Miré a mi derecha, de donde venía la voz y allí estaba ella, más luminosa y vaporosa que nunca. Al mirarla sin miedo podía ver que estaba nerviosa, incluso algo asustada. A mi ya me faltaba el aplomo de la mañana pero acerté a levantar la mano y saludar.

–Hola, soy Fede.

–Hola, yo me llamo Clara.

     Clara. La visión que había provocado que llegar y salir del trabajo fuera casi aterrador era ahora una muchacha asustada y tímida llamada Clara. No dejaba de ser traslúcida, ni de flotar y brilla como una llama intensa y azulada, pero era alguien con quien iba a charlar.

–Siento mucho no haber tenido el valor de hablarte antes.

     Ella se encogió de hombros mientras crecía su sonrisa. –No importa –mintió descaradamente.

     En una situación normal el chico de la película le invitaría a ir a un café o incluso a cenar. Por lo menos la acompañaría a su casa. Pero ni yo tenía experiencia en relacionarme con nadie ni ella era normal.

–Bueno, yo tendré que ir a casa.

     Ella se alteró, su luminosidad bajó hasta casi desaparecer. Me preocupó como si fuese una amiga de toda la vida.

–Pero mañana hablamos, ya somos amigos –dije con precipitación.

–Yo… –le estaba costando mucho decir algo. –Yo… me alegro tanto de poder hablar con alguien. Eres el único que me ve y… –volvió a brillar un poco más. Subía y bajaba como un globo que está atado a la muñeca de un niño.

–Buff, estoy tan contenta que no doy hablado.

–La verdad es que yo también. Mañana después de comer vendré y hablamos. –Dudé en ese instante. A esas horas cualquiera podría verme hablando solo. –¿Hay algún sitio con menos… gente?

–Mañana te llevo an rincón discreto. –Dijo con una sonrisa pícara. Temí que fuera a darme un beso y debí poner cara de susto. Cosa que le hizo aún más gracia. Se fue dejando una estela luminosa y el eco de un cantarín “hasta mañana”.

–Hasta mañana –dije sin levantar la voz.

     El día había sido muy especial. Era la primera vez que dejaba que mi realidad me llevase en vez de luchar por conducirla a lo que decían que era lo normal. Por fin estaba dispuesto a disfrutar del espectáculo de ver una enorme ballena nadando entre las nubes en vez de agacharme y desviar la mirada. Pero estaría loco si intentase compartir mi mundo con los demás. No creía que nadie compartiese, o al menos aceptase, todo lo que veía y oía, o que creía oír y ver.

     Como no pretendía quedarme allí a pasar la noche me puse a buscar las llaves del coche. No tardé en comprender que estaban en el lugar más difícil, debajo del único coche que tenía alrededor, el mío. Casi no las alcanzo y acabé con la chaqueta con una buena mancha de aceite de motor. El viaje a casa fue esta vez con música, discutible en los estilos escogidos pero con evidente buena intención. Se ve que la charla que tuve con mi coche en el viaje de ida al trabajo sirvió para algo. Acabé cantando a coro con el coche el “My way” de Sinatra, pero la voz que oía no era la suya, era la de mi coche. No es lo mismo pero no entona nada mal.

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