jueves, 22 de enero de 2015

¡Maldito Andrés!

No estaba funcionando nada. Cada vez que abordaba el capítulo XIII toda la trama se desbarataba y los personajes se volvían inconducibles, incluso había uno, totalmente secundario, que decidía tomar las riendas de la historia y llegaba a reivindicarse como protagonista. Siempre acababa de la misma forma, yo, totalmente desesperado, borraba completamente el capítulo y salía de casa, sin siquiera apagar el ordenador, en busca de ruido, multitud y una buena cerveza.

Un día decidí decidí hacer una locura, emprender un diálogo con mis personajes, intentar llegar a un acuerdo con todos ellos, o por lo menos con los suficientes como para acabar ese capítulo maldito y seguir con la trama que tan meticulosamente había planificado.

Al principio parecía que la idea iba a funcionar, el protagonista y la mayoría de los secundarios expresaron sus dudas acerca de lo que les tenía reservado. Incluso hicieron alguna aportación a la historia que resultaba interesante y yo, procurando no desvelarles demasiado, les expliqué mis intenciones e incluso hice el firme y sincero propósito de incluir algunas de sus propuestas, pero, llegó él.
Andrés Buscarríos, personaje secundario incluido por la necesidad de ofrecer al protagonista un sospechoso creíble y detestable que  al final sería descartado. aunque recibiría su castigo por mala persona. Andrés empezó a quejarse de su nombre, de su poco creíble personalidad e incluso de su papel en la trama, para acabar criticando toda la construcción de la historia. Lo peor es que lo hacía con argumentos bien construidos y de una lógica aplastante que destruía toda la poética que trataba de darle a esta historia policiaca clásica.

El protagonista empezó a dudar, la chica, el jefe y el fiel ayudante del protagonista se sumaron al bando del amotinado y el villado, el auténtico, pasó de ser un tipo duro y despiadado a ser un dubitativo blandengue y ridículo.

Todo se vino abajo y acabé claudicando. Me rendí incondicionalmente a Andrés Buscarríos, que ahora se llama Andrés Montes, que es quien dirige lo que antes era mi novela. Me va dictando párrafo a párrafo y apenas me deja opinar, claro que hay que reconocer que le está quedando muy bien, mucho mejor que a mí, tanto que estoy totalmente enganchado a la historia del maldito Andrés.

martes, 20 de enero de 2015

Solo

El día empezó aparentemente como cualquier otro. La luz fue tan molesta como la mañana anterior, el agua de la ducha tardó tanto en calentarse como siempre y el café fue tan poco efectivo como cualquier martes. Hasta que no llegó al trabajo y se despejó con el segundo café del día no se dio cuenta de lo solo que se encontaba.

No se había cruzado con nadie en la calle y, lo que es más preocupante, ni siquiera recordaba al conductor del autobus.

-Tranquilo- se dijo mientras recorría la oficina con su mirada más atenta. -Estaré medio dormido- siguió aleccionarse mientras intentaba hacer memoria de todo lo que estaba funcionando a su alrededor y necesitaba de alguien para hacerlo.
-Vale, has venido en autobús, has entrado en el edificio y todas las luces estaban ya encendidas. La maquina del café también y siempre la apaga Tere por la tarde.- quiso concluir su discurso con una explicación pero no la encontraba. -¿Habré llegado demasiado temprano?- concluyó sin siquiera mirar el reloj y comenzando el corto paseo hasta su mesa.

Sin haberse hecho una propuesta formal, empezó a trabajar, la lista de pendientes era suficientemente larga como para ocuparle el resto de la semana. En el fondo lo que esperaba era que todo volviera a la normalidad, el ruido, gente de aquí para allá, hablando, riendo, interrumpiendole con cualquier tontería y no tener que volver a preocuparse de que por un rato tuvo todo el mundo para el solo y sobre todo, no tener que comentarselo al psiquiatra, no fuera a subirle la medicación.

Cuando los ojos le avisaron de que estaban cansados miró la hora en la esquina superior derecha de su pantalla, las 11:31, estiró ambos brazos y  contuvo un bostezo. Pensó en ir a por el tercer café de la mañana mientras levantaba la vista en busca de alguien con quien compartir un breve descanso pero se quedó congelado ante el abrumador silencio de la oficina. En una sala donde debería haber una docena de personas trabajando seguía sin haber nadie. Los únicos ruidos que le acompañaban eran el zumbido de una decena de ordenadores encendidos y la música casi remota de los auriculares que había dejado sobre la mesa.

Ante la solitaria maquina de café reflexionó  casi en voz alta, -No me he equivocado de día, no he venido en domingo, y ya es hora de que esto estuviese abarrotado.- Un sorbo al café solo y sin azucar, para ver si así se despejaba de verdad, le sirvió para aclarar las ideas. -¡Eso es! Llamaré a alguién, a Toño por ejemplo, no puede ser que no haya nadie.- Se tomó con calma el volver a su mesa y hacer la llamada que le devolvería la cordura, tampoco iba a ganar nada corriendo y el café estaba mejor de lo habitual.

Toño no cogió el telefono, ni Marisa, ni Rosa, ni Xan, ni ninguno de los doce contactos que acabó escogiendo aleatoriamente de la agenda, por no responder, ni respondió ninguno de los servicios de información y antención al cliente que pudo recordar. Así llegó a la única conclusión lógica que quedaba, -me he quedado solo en el mundo- se dijó en voz alta.

A la hora de salir del trabajo pensó en ir a comer cerca de casa, pero pensó que lo mejor sería ir a casa, comer algo y dormir una siesta, a ver si al despertarse la cosa se había normalizado. Tomo el autobús, único vehículo que vió en los diez minutos que tuvo que esperar, que le llevó como único ocupante hasta su parada y ya en casa comío sin ganas y se echó en el sofá con la esperanza de que el sueño reparará todo ese desaguisado.

Pero no fue así.