jueves, 11 de junio de 2020
Espejo
Un compromiso con mi madre no se puede incumplir. Había que echar un vistazo a la vieja casa de la tía Encarna y no podía esperar. Así que, a pesar del asfixiante calor de agosto y de que mi coche nunca ha tenido aire acondicionado, me dirigí a la vieja casa del pueblo que le dejó la tía Encarna a sus hermanas supervivientes como herencia.
Llegué poco antes de acabar convertido en un “Federico deshidratado y bajo en grasas”. El coche quedó a la sombra de la higuera con todas las ventanillas bajadas. No pude evitar tener la imagen de que sería atacado en el viaje de vuelta por un furioso enjambre de avispas que acababan de asentar su colonia debajo del asiento del conductor, pero el calor acumulado dentro del pequeño Fiat no me dejó otra opción.
Por fuera todo parecía en buen estado, viejo y descolorido, pero entero y en su sitio. Entré. El ambiente fresco y con un poco de humedad hizo que oyese a un coro celestial celebrar mi entrada. Se estaba tan bien que ignoré el olor a cerrado y moho, que en circunstancias normales habría provocado que volviese corriendo a mi cochecito. Me puse la mascarilla, valiente sí, pero no suicida, y di un paseo por la casa.
Mi madre y mis tías habían hecho un buen trabajo de “limpieza y desinfección”. Todo estaba recogido, guardado y limpio. Un ojo experto como el mío era capaz de ver la ligera capa de polvo presente en los muebles. Pero mi misión era “infiltración e información”, así que solo me paseé por la casa para poder responder con precisión al interrogatorio de la inquisidora general, o sea, mi queridísima madre. Tenía tiempo, contaba con que en una hora el coche pasaría de horno infernal a sauna insana y podría volver a mi urbano e higienizado apartamento.
En esa casa la puerta principal daba paso a una habitación que hacía las veces de salón de estar, comedor y recibidor, el corazón multifunción de la vivienda. A su izquierda estaba la salita, un espacio más pequeño e íntimo donde se veía la tele, se oía la radio o simplemente se esperaba a que pasase el tiempo. El resto de la casa era una cocina, un baño y dos dormitorios. Todas la habitaciones daban directamente a la sala central, la que daba acceso al exterior. Además había un pequeño patio en la parte de atrás, en otro tiempo lleno de plantas, donde hubo gallinas y unas jaulas con conejos, al que se accedía desde la cocina.
La salita era un espacio de menos de tres por tes metros. Había un sillón, forrado con un horrible e incomodo plástico que imita cuero, pero que tiene la gran ventaja de ser fácil de limpiar y desinfectar, cosa que hice con la aspiradora de mano y una enérgica higienización con toallitas desinfectantes. Me senté en el sillón y observe lo que tenía a mi alrededor.A mi izquierda el televisor descansando sobre un mueble con dos cajones. En la pared de enfrente, la puerta de entrada a la izquierda y a la derecha un espejo con un gran marco dorado sobre una librería baja. En la pared de mi derecha, un sofá tan viejo como el resto de la habitación bajo una ventana con tres capas de cortinas. Mis pies reposaban sobre una mesita ovalada que estaba en el centro, a la que por supuesto le había pasado el espirador antes de apoyarme.
A pesar del silencio y la tranquilidad de la casa no me encontraba tan cómodo como para dormir una siesta, cosa que solo soy capaz de hacerlo en mi casa y en la sala de espera del dentista. Debía dejar pasar el tiempo si quería no fallecer en el interior de mi horno con cuatro ruedas y radiocasete estéreo, del que ya solo funciona la FM en mono. Me aburría lo suficiente como para empezar a fijarme en lo que había a mi alrededor, que era poco después del paso del escuadrón de limpieza total comandado por mi tía Enriqueta. Acabé levantándome del sillón, había empezado a ver como el polvo del televisor venía hacia mi de una forma organizada y agresiva. Para evitar entrar en estado de paranoia llevé la mirada de ese portaaviones de polvo y ácaros al sofá. De forma fugaz llegó a mi mente la imagen del espejo. Algo estaba mal.
Poniendo mi mirada de brillante investigador, es decir, entornando un poco los ojos y moviendo la cabeza a cámara lente, me fijé en el espejo. Allí estaba la salita vista desde la pared de la puerta. A la izquierda el mueble con el televisor, en el centro la mesita y el silloncito y a la derecha el sofá con la ventana detrás. Eso era todo. Algo estaba mal, muy mal.
Solté un gritito, como cuando veo una araña pero la confundo con una miserable cucaracha. ¡No podía ser! La habitación estaba ahí pero yo no. Me encogí y volví a sentarme pero sin dejar de mirar al espejo. Todo seguía igual, como si fuese un cuadro. Primero moví la cabeza a la izquierda y después a la derecha. Era como mirar dentro de otra habitación o de una maqueta. Había profundidad en la imagen de la habitación del espejo, pero faltaba yo, era como si estuviera echando una mirada a la habitación en otro momento. Pero en la imagen del espejo la luz que se estaba filtrado por los bordes de las cortinas era la misma. Me levanté y me acerqué.
No se que cara tenía en ese momento, no la veía reflejada en el espejo a pesar de que casi lo estaba tocando. Buscaba una explicación. Podía ser que fuera un vampiro, pero lo deseche. No sentía ninguna atracción por beber sangre y mucho menos por tomarla directamente del cuello de nadie. De pensarlo empecé a marearme. Podía ser que estuviera muerto y fuera un fantasma. Pero tampoco. Al acercarme al espejo había tropezado con la mesita y aún me dolía la rodilla. Podía ser una ilusión, pero también lo descarté porque mis alucinaciones siempre empiezan con una fanfarria y están llenas de voces, y esta vez todo lo que se había oído fue mi grito y un -¡Por Dios, no puede ser!- que solté al pensar en que era un espectro vagando por la deprimente casa de mi tía Encarna.
Miraba a uno y otro lado de la habitación de dentro del espejo teniendo mucho cuidado de no tocarlo. No quería empeorar las cosas. Después de un rato, en tiempo mental horas, algo se movió en la otra habitación, una sombra que pasó ante mis ojos. -Quieto, no te muevas- me ordené, pero como de costumbre no me hice caso alguno y me giré para ver si en mi lado también se había movido algo. Nada, seguía solo en una casa oscura y silenciosa. Volvía mirar al espejo y casi se me para el corazón.
Un hombre estaba al otro lado. Estaba claro que no era yo. Era alto, pero no demasiado, mayor sin llegar ser anciano, con el pelo casi todo blanco y un rostro con bastantes arrugas. Vestía un mono de trabajo gris gastado. Estaba delante del sillón y miraba pensativo al televisor. O me ignoraba o no me veía.
Yo me quedé muy quieto y en silencia, no oí nada del otro lado del espejo pero el temor a que él me oyera me había transformado en un ninja. La escena de la habitación del otro lado era hipnótica. El hombre alto estudiaba la salita como si algo estuviese mal. Miraba al sillón, la mesita, el sofá, la tele y vuelta a mirar el sillón. Llevó la mano a la barbilla, se rascó la cabeza y acabó por levantar los dos brazos para mostrar su confusión. Fue entonces cuando miró hacia mi.
Su cara fue todo un poema. Sorpresa seguida de congoja y finalmente una falsa calma y serenidad. Abrió la boca para decir algo pero se lo pensó mejor. Al final saludó con la mano y se marcho de la habitación sin decir nada.
Me dio algo de pena. -Debe creer que se está volviendo loco.- Me dije. De eso se algo, bueno, siendo sinceros, bastante tirando a mucho. Pensé en llamarlo e intentar decirle que no dijese nada, que iba a ser mal interpretado y sería peor. Después caí en la cuenta que no era buena idea. Si conseguía que volviese y empezaba a hacer gestos llegaría a la conclusión de que su visión estaba para encerrar, lo que implicaba que él mismo estaba muy mal de la cabeza.
Estaba dandole vueltas a esta ideas cuando volví a mirar el espejo. Allí estaba pegado a mi a un hombre pálido, con mirada de loco, algo calvo y con una mascarilla, que me miraba. Me eche atás, grité como un gorrino a punto de ser sacrificado y levanté mis manos para protegerme. Él hizo lo mismo. Era yo. El espejo ya funcionaba bien. Me atrevía tocarlo. Puse un dedo sobre el cristal y al retiralo pude ver la mancha de grasa y sudor que dejaba. Apoyé toda la mano con la seguridad de que todo era ya normal.
–Bien está lo que bien acaba.– Me dije. Hice un par de pruebas moviendo por la habitación e intentando coger en un renuncia a mi yo del espejo. Todo correcto. Así que lo limpié, me di un último saludo y salí de la casa cerrándola a cal y canto.
–De esto ni una palabra al psiquiatra. –Me dije antes de entrar en el coche.
Una fanfarria salía de la radio del coche.
–¡Seguro! –Dijo con sarcasmo la voz de la radio. –Con lo vocazas que eres perderás el culo por contarlo en la próxima sesión.
Sonreí. Todo había vuelto a la normalidad.
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