miércoles, 10 de junio de 2009

Primera impresión. (Bienvenidos al principio del fin)


Poder parar delante de un escaparate para recrearse en una infinidad de articulos que no tienes intención alguna de comprar es un lujo que pocas veces he podido darme. Pero ese día podía pasear con calma, deterne para ver camisas, zapatillas, teléfonos, raquetas, cualquier cosa que estuviera expuesta, no había prisa ni hora.
Me había detenido delante de un escaparate de una joyería, estaba repasando los relojes cuando un estruendo, seguido de una lluvia de tierra y pequeñas piedras me transportaron a otra realidad.
Seguía de pie, pero ahora miraba a la calle, una calle que hasta hacía unos instante era normal, con su tráfico, sus peatones, portales y tiendas; ahora era una zona de guerra, a mi izquierda había un enorme crater que llegaba de acera a acera, había coches boca a abajo y un par de ellos habían volado alcanzado a personas y vehículos. Aún llovía tierra, el sol estaba oculto por una nube densa que se acababa de fomar, había gritos, bocinas, ruido de cristales, y una oscuridad creciente. No se porque seguía de pie, a apenas a diez metros del socabón, mirando como si no formase parte de la escena. Y de repente, tan rápido que apenas fue visible, apareció una inmensa, oscura y turbia figura emergiendo del agujero, que no dejaba de expulsar tierra y piedras.
La figura era imponente, todo aquel que la veía callaba, por mucho que fuera el dolor o terror que sintiese, nadie podía dejar de mirar esa sombra oscura de ojos rojos y destelleantes. Una niña que se encontraba con su madre, a escasos dos metros de mi, se echo a correr, su madre, en el suelo, extendía un brazo intentando retenerla y el tiempo se paró. La niña estaba suspedida en el aire, practicamente a mi lado, todo se había detenido menos la bestia y yo. Él miró hacia nosotros y rugió. Rugió mostrando una boca llena de dientes triangulares, dispuestos en varias filas, como los de un tiburón blanco. Su rugido impuso un silencio absoluto, nada hacía ruido alguno, ya no había gritos, ni sirenas, ni cristales rompiendose, nada.
Debajo de su brazo apareció una especie de cola, o tentaculo, o látigo, que de haber ruido, chasquearía en el aire. La bestia siguió mirandonos y sentí como esa especie de cola se nos venía encima, dispuesta a partirnos en dos a la niña y a mi. No me lo pensé, me lancé hacia adelante, llevando conmigo a la pequeña, y girando para parar con mi espalda el golpe contra el coche que teníamos en frente. Mientras, el tiempo volvió, y con él, la cola sobre nuestras cabezas que destrozó el escaparete de la joyería que cayó sobre nuestras cabezas en forma de cientos de cristales.
No me atreví a moverme, apreté contra mi a la niña que no paraba de sollozar. Un fuerte ruido me indicó que la bestia estaba pasando delante de nosotros, y contra mis más fundados temores, nos ignora y nos supera. Un fuerte golpe precede a un coche que se estrella contra el primer piso de la casa de al lado y luego cae a plomo sobre dos mujeres. No pude evitarlo, con la niña en brazos me levante y mire a la bestia, esta, en medio de la calle, inmovil, es como un enorme culturista de tres o cuatro metros con dos colas, saliendole de debajo de los brazos.
Una de las colas se mueve con rapidez y un hombre grita. La bestia da media vuelta y se dirige al crater de donde ha salido, lleva a un hombre arrastrando de uno de las colas, que grita, paltalea, intente agarrarse a cualquier cosa, pero es claramente inútil. La niña y yo miramos ajenos al sufrimiento del hombre como es arrastrado hacia el agujero. La bestia se detiene cuando llega a nuestra altura y nos mira, pero esta vez no sentimos miedo, la bestia vuelve a sonreir, hasta parece que se ríe, pero no oimos nada, sigue avanzando hasta llegar al crater, levanta al hombre sobre su cabeza, este no deja de luchar, y lo suelta dentro del agujero, desapareciendo con un grito corto. La bestia se gira hacia nosotros, nos saluda, y tan rápido como apareció, desaparece dentras del pobre condenado.
Allí estaba yo, con una niña de unos seis años en brazos, en una calle cualquiera, en día soleado, delante de una joyería mirando a una calle llena de gente, tráfico y ruido. La niña mi mira y dice,
-Ya se ha ido, gracias.
Yo la dejo en el suelo mientras la madre me mira con cara de preocupación. Ni ella, ni yo sabemos que decir. La niña se vuelve hacia mi y me dice:
-No me olvides. ¡Hasta luego!
No se que hacer, ni que decir, veo como madre e hija se alejan de mi y no puedo quitarme de la cabeza los ojos rojos de la bestia.

Nos leemos...

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